lunes, octubre 30, 2006

Amor eterno




Desde niño aprendió a callar cuando podían lastimarlo y por eso se quedó callado para siempre. Era frágil y solitario y enamorado y podían dañarlo fácilmente y la vida lo llevó poco a poco a no dejarse sentir y a no sentir.

Cuando tenía cinco años quiso besar y no pudo y le llevó un año completo aprender, no a besar, sino a perder un poquito sus temores. Fue a los seis cuando al fin dio el primer beso y saltó de gusto, pero sólo un rato porque no debía dejarse ver para no ser lastimado.

Luego, a los ocho, conoció a su primer y verdadero y para siempre amor y casi lo logró, porque la quiso hasta siempre, cuando cumplió los trece. Ella lo supo ya muy tarde, cuando su hermano lo correteaba para pegarle de veras o para pegarle nada más un susto que fue lo que pasó; pero ella no supo quererlo porque fue demasiado tarde cuando notó su presencia siempre silenciosa, una tarde de primavera y él no supo decirle cuánto la amaba o la había amado o la amaría y se quedó callado para no ser lastimado.

Cuando eran los catorce, volvió a amar para siempre y esta vez hasta ahorró dinero para un disco, unos juegos de la feria, unas flores y unos cigarros. Quería impresionarla, pero fue más bien él quien quedó como la quería a ella, porque después de unos juegos (con la amiga de ella de invitada, sentada entre los dos), la abusiva se despidió y ni tiempo hubo de decirle que la amaba o que quería besarla y aprender a besar mejor. Ni tiempo de cantarle una canción desafinado o de decirle de sus ojos o de jugar con su pelo o con sus labios. Ni tiempo para ver si su cintura le venía en las manos. Pero, que le va uno a hacer, si así es la vida. Uno puede magullarse un poco el alma, que los demás ni se enteran.

Creció un poquito, pero en amores seguía siendo un novato (¿como todos?) y llegó el turno de amar por tercera vez y para siempre. Nada más que esta vez era demasiado bella y nadie se atrevió a enamorarla o por lo menos a quererla. Fue la primera vez que él fue todo deseo y sólo eso. Nada más eso. Ni Platón se atrevería a cuestionarlo a él o a sus amigos. Ella se fue y se casó con el primer aventado de la fila y tuvieron un hijito y fueron felices para siempre, como el amor que él sintió por ella y como en los cuentos de hadas y en las telenovelas. Quedó demostrado que al que no habla también puede lloverle un temporal en su milpita.

Ya eran muchas cicatrices cuando viajó a la tierra de las oportunidades y allí volvió a amar para siempre, ahora sí de veras, y dejó su amor secándose en una tendedero junto al río. Ella se llamaba como se llamó y así quedó el nombre en su cerebro para siempre, tal como fue el amor de esta vez y allí sigue en su cerebro, pero sólo el nombre junto a la vista de unos besos en el sillón de su casa, con su mamá dormida en otro cuarto y su primera vez de amar con la carne, basado en la carne, la de ella y la de él. A veces piensa en ella y se le asoman unas lagrimitas por los ojos para ver qué está escribiendo y se resbalan y se mueren en el piso o en la libreta o en el teclado, depende qué esté escribiendo.

Después, a ella la conoció como había conocido a tantas otras, y ya todo un egresado de la uni, la vida fue un lamento porque ella se metió de monja y él no pudo verla más. Fue una forma de suicidio dijo el psicoanalista y él le creyó porque ya lo había intentado antes, no ser monja sino matarse, sin lograrlo. Una vez hasta se vistió él de payaso para la fiesta de un sobrino de ella, y mira que esa sí era una verdadera prueba de amor eterno, porque no era fácil vestirse de payaso cuando se había sido lo mismo de otro modo y sobre todo con el propio disfraz que se parecía tanto a la piel y al que se le notaban las heridas y los silencios necesarios y las lágrimas pa’ dentro.

Años después (¿o serían unas semanas?), ella, otro nuevo amor eterno, se apareció en su vida y preguntaba y preguntaba y hablaba y se acariciaba el pelo y él, sin remedio, se enamoró otra vez y para siempre. Como tantas otras veces, lo intentó y ahora sí pudo, por lo menos un ratito. Hasta un hijo se dieron mutuamente y la vida parecía definitiva... total... eterna... feliz... maravillosa... cansada... aburrida... monótona... siempre igual. Si volvía a hablar, seguro saldría lastimado nuevamente. Y él se dijo que así era el amor que es para siempre.

Se dijo que si... ¿qué así es el amor que es para siempre?

No pudo más y el alma se le escapó del pecho buscando, no sé qué, pero buscando.

Tenía demasiado amor eterno entre medio de las costillas y a punto de saltarle entre los dientes y no había nadie allí para recibirlo.

Incluso, pensó, podría dárselo a su hijo y no tener que buscar más. Eso pensó, pero era realmente imposible. El hijo no sabía qué hacer con tanto amor y lo desperdiciaba y volvía a desperdiciarlo y lo tiraba al bote de la basura o al cubo de sus pañales sucios y el amor se desbordaba y nadie sabía qué hacer con él. Y eso duele, ¿verdad? ¿a poco no han sentido lo que duele el desperdicio del amor? Todo el amor que tenemos escondido y que no sirva para nadie es verdaderamente tonto.

El tiempo pasó y ya maduro él (así le dijeron en la calle), encontró un pecho dispuesto a hacer algo con tanto amor y aceptó un nuevo amor, esta vez para siempre, como antes. Ella, ahora una señora, entonces era una niña, digo comparando. En sus cincuenta él y ella en sus veinte, la vida les pareció un regalo y trajeron al mundo más enamorados. Eran felices y cuando él pareció hartarse otra vez y pareció comenzar a buscar otro nuevo amor sin final y pareció que quiso decírselo a ella porque pareció que quería cambiar (parecía que quería por una vez en su vida no ser lastimado, aunque le pareciera que fuera a lastimar), en lugar de seguir pareciendo, pereció.

Finalmente, cuando por fin se decidió a hablar, se murió y como a los muertos no hay quien los defienda y ya que desde niño aprendió a callar cuando podían lastimarlo, pues se quedó callado para siempre.

Ella sí lo amó hasta la siguiente eternidad, donde encontró dónde refugiar sus conocimientos del amor: otro corazón, pero ahora más joven, no que el muerto, sino que ella.

Y es que sí existe el amor que es para siempre. No tengo duda de ello.



Blas Torillo.

viernes, octubre 27, 2006

Besarte




Escribir por tus ojos, de tus ojos, a tus ojos.
Escribir que me miran
me recorren

me detienen.

Decirte que son lindos

Decirme que lo son , tan sólo porque me gustan.


Poder hablarte a los ojos

escucharte.

Poder mirarte a los ojos.

Morir atado en tus ojos

Matarnos

Nacer los dos en nuestros ojos

Besar tu boca

Así, ya no ver tus ojos.


Blas Torillo.

Cada noche...




Morir cada noche

cada día me cuesta más trabajo.



Blas Torillo.

Solidario




Se es solidario con los solitarios

cuando se está solo, soledad.



Blas Torillo.

Escribir - sembrar

En este momento y en este espacio que nos tocó

Uno siembra nomás

Escribir es sembrar

Leer es cosechar

Si estás ahí... cosecha.

lunes, octubre 23, 2006

Abed (Cuentos de la Guerra)








Este es el primero de cinco cuentos que publiqué cuando comenzó la guerra en Irak (la segunda).



Quiso ser policía desde pequeño. Los uniformes, la marcialidad, los héroes, las leyendas.

Ser policía en su ciudad era además la oportunidad de hacer que sus creencias fueran respetadas. Ya en la infancia era obvio que no se trataba nada más de cuidar el orden ese de no robar y de no matar, sino de lograr que la gente se acercara a Dios por gusto o por el reverente temor a lo divino… y al castigo humano.

Ser policía en Bagdad era la inmejorable oportunidad también de mejorar su condición de pobres. Muy pobres. Su padre, comerciante de granos en el mercado de las afueras de la ciudad, trabajaba mucho desde el amanecer. Antes aun de la oración de las cinco preparaba sus cosas y separaba el dinero: la mitad para los gastos de la casa y la familia y la mitad para comprar granos a Mohamed, el mayorista. Pero no había cantidad que alcanzara aunque él, su madre y sus cuatro hermanos menores comieran poco y vistieran de viejo.

Sus cuatro hermanos, de los cuales Tarek, el más pequeño era el que más lo seguía e imitaba.

Su madre tenía nombre de princesa de cuento: Sherezada. Pero ella no contaba cuentos para salvar la vida cada noche, sino que a escondidas de su padre, aprendía a leer y a escribir y, por unos centavos, cosía y reparaba ropa ajena. Esto, de haberse sabido, habría causado el repudio del padre por razones que no tiene caso contar.

La fortuna y el trabajo de sus padres sin embargo, permitió que al menos Abed pudiera ir a la escuela donde aprendía los secretos de la lengua, del estado y de la religión. Además desde luego, de dejarle soñar con su uniforme y su rifle y de cómo iba a ser el más celoso guardián del orden urbano y de las almas.

Abed creció con sueños y penurias, como cualquier niño-joven pobre de ciudad. De cualquier ciudad del mundo.

A los 14 pidió por primera vez que lo dejaran ser policía, pero no lo aceptaron más por falta de influencias o de dinero para repartir que por la edad. Los 14 eran signo de hombría, pero no le daban la capacidad de corromper –aún más-, unas cuantas manos que le dejaran contratarse al servicio del Estado, y por supuesto, de Sadam, el Único.

Como desde los 10, en que aprendió a leer y a escribir además de la aritmética elemental, después del rechazo continuó trabajando con su padre, levantándose un poco antes de la oración matinal que saluda a Alá con el nacimiento del sol, acarreando sacos del almacén de Mohamed al pequeño local en las afueras, justo antes del principio del camino que lleva al sur…

El Sur. Incluso cuando se acostaba después de cenar y charlar un poco con su madre y de jugar un poco también con sus hermanos, incluso entonces pensaba en el sur, porque allá estaba la otra posibilidad: o era policía en Bagdad o sería marino. Para alguien que jamás ha visto el mar, este era un sueño todavía más difícil de lograr, que el de enrolarse en la policía.

Podría haber sido soldado, pero eso sí lo atemorizaba. Había vivido recién unos meses antes de salirse de la escuela, los horrores de la Guerra Santa contra los americanos y le daba miedo ser soldado. Su padre también había peleado contra los iraníes infieles años antes y le contaba del miedo y del olor a pólvora y a sangre y a muerte y de las terribles visiones de niños y jóvenes cayendo a su lado, muertos o heridos y de la insufrible culpa por no haber muerto como y con sus compañeros de batalla.

Ser soldado era la seguridad de matar y ser matado sin saber bien a bien por qué, porque no todas eran Guerras Santas –Jihad-, y por eso no todas garantizaban un lugar en el cielo.

Era mejor ser policía o marino. Y puestos a escoger, pues lo primero era más fácil: sólo había que cumplir la edad de volverse hombre y embarrar unas cuantas manos de burócratas pobres como todos, pero con algunos pequeños privilegios, como el de decidir quién y quién no podía ser policía.

Así que juntó dinero y un día antes de cumplir quince se presentó de nuevo, con el nombre de alguien importante que le había dado Mohamed, el mayorista, anotado en un papel, y finalmente lo aceptaron, después de los breves exámenes físicos y sobre la ley, y el extenso interrogatorio sobre El Corán y el Estado Irakí. Logró ser policía a los 15 más tres días, y desde entonces se dedicó en cuerpo y alma a su nuevo trabajo. Y no era un mal policía igual que no era un mal hombre.

Abed, el de los barrios sureños de Bagdad, era un joven devoto y cumplía sus obligaciones religiosas con más empeño que las familiares. Sin dejar de cooperar en las labores de la casa y en la manutención de sus hermanos, se integró a un pequeño grupo de estudiosos de las Sagradas Escrituras y ponía en práctica todo lo que aprendía, tanto en su trabajo, como en su casa. De este modo, sin ser un experto, comprendía bastante mejor que cualquiera de su familia o de sus amigos del barrio lo que Alá dice a través de su Profeta Mahoma.

Reservado y práctico, Abed sentía un gran amor por la vida, y sin apasionarse de más, buscaba que sus semejantes vivieran de acuerdo a las leyes divinas y humanas. Eso era lo que decía que debía ser un buen policía. Y él lo era: lo mismo le llamaba la atención a un adolescente rijoso, que atrapaba a un delincuente y lo llevaba frente a la justicia, ayudado de su compañero de turno y su mejor amigo.

Mehmed, con un nombre público árabe, tenía en secreto un nombre cristiano –Pedro-, por la importante influencia de su abuela paterna, quien vivió unos años en Filipinas y coqueteó con los católicos de allá, especialmente con uno. De esa relación nació el padre de Mehmed. Toda esta historia sería imposible de saber si uno no fuera el mejor amigo del depositario de tan peligroso secreto.

Abed y Mehmed construyeron al amparo del trabajo en la policía, una amistad que les alimentaba el mutuo convencimiento de poder colaborar con Sadam, el Más Grande, a construir un mejor Irak. Casi en el anonimato, los dos comprendían bien que el embargo y el bloqueo que sufrían por parte de los ingleses y los americanos, no iba a terminar jamás o al menos no hasta que los enemigos del pueblo se hicieran con el control del petróleo.

Así que había que vivir con eso y dentro de esa circunstancia, hacer todo lo posible para que la gente viviera mejor y de acuerdo con El Libro.

Un día se enteraron que los americanos habían vuelto a poner los ojos en ellos, con ese odio que Abed nunca comprendió. Habían vuelto a mirar a Irak como botín o como destino frustrado de una guerra perdida doce años antes, cuando Abed era un niño de 10 y Mehmed un jovencito de doce.

Supo Abed que los americanos querían ahora también el agua e imponer un gobierno leal a ellos, en lugar del de Sadam, el Victorioso. Un gobierno que fuera modelo para los demás países de la región y del mundo, según el gobierno de los americanos. Del mismo modo que lo había sido el de Irán en los tiempos del Sha, o como ahora querían serlo los de Turquía o de Kuwait.

Supo Abed que otra vez habría guerra –aunque comprendió de pronto que nunca había terminado la anterior-, y que toda su vida no había sido más que un sueño a medias, porque ser policía no es lo mismo si se está en guerra.

Lo que Abed no supo nunca fue si algún día se casaría y tendría tantos hijos como Alá decidiera para él; o si su madre extrañaría cada día más a su padre muerto hace dos años; o si sus hermanos aprenderían por fin a leer y a escribir; o si Mohamed, el mayorista, dejaría de ser el usurero de siempre o se arrepentiría ahora que casi ya no vendía y estaba viejo, cansado y solo.

No pudo saber si Mehmed cumpliría su propio sueño de viajar algún día a Roma, para conocer la tumba del dador de su nombre prohibido, además de ir a la Meca, como buen musulmán. No pudo saber si Sadam, el Invencible, derrotaría por fin a los americanos en esta nueva-antigua guerra y si Irak podría ser libre al fin.

No pudo saberlo porque la noche del 21 de marzo de 2003, hacía guardia en el edificio de la policía en Bagdad, deseando con todo el corazón ser policía sin volverse soldado, y muerto de miedo por las bombas que se oían cada vez más cerca y muerto de rabia por no poder hacer más que refugiarse donde se podía y sintiendo sólo un poco de alegría y serenidad porque Mehmed había enfermado y no pudo ir a trabajar ese día, y porque a Tarek no lo habían aceptado en este trabajo por no tener al menos 15 años, la edad en que Abed, el policía, había empezado a serlo.

Blas Torillo.

sábado, octubre 21, 2006

A mi amada quincena













Por fin llegaste hoy amada mía,
mis manos te tendrán sólo un momento,
para luego sufrir el cruel tormento
de que te esfumes este mismo día.

Marcharás prodigando tus favores,
a esa gente que rige tu destino,
el lechero, la cuenta del vecino,
y a todos los feroces cobradores.

Con ansia loca y afán desesperado,
quince días espero tu regreso.
Y al llegar nada más te doy un beso,
y vuelves a alejarte de mi lado.

Yo quisiera que fueras más gordita,
que no tuvieras tantos pretendientes,
que no te torturaran tantos clientes,
para poder gozarte completita.

Anónimo.

miércoles, octubre 11, 2006

No hace mucho tiempo















No hace mucho tiempo
que las letras se revuelven en mis manos
porque aunque no parezca
tengo todavía poemas en los ojos.

Cuando los amigos parecen desaparecer
cuando los viejos mueren y los niños juegan
cuando es difícil decir lo que uno siente
Me encuentro tus ojos escondidos
Tus ojos que desde hace años me dicen lo que veo.

No es fácil este negocio de la vida
no siempre se tienen todas las monedas
ni todas las respuestas y muchas cosas son fantasmas
pero tus pies están allí para hacer caminos
tus pies que van dejando huellas que yo sigo

Quizá el amor es diferente,
un poco ralo y un poco más calmado,
quizá los besos son distintos,
pero allí sigue tu boca que me dice que prosiga
que me explica cada día la vida, que me besa...

Podría pensar de más y hacer más libros aún,
podría estar pensando que pienso y sintiendo que siento
podría verme en el espejo y verme más viejo,
mas tus manos están allí para decirme
que el mundo es más que letras, que tomándonos las mismas
no hay viento que nos separe, sino sueños que nos unen.

La oscuridad es a veces mala consejera
y la soledad es temor y el dolor es soledad,
pero estando juntos, como estamos,
podemos aprender a amarnos cada día
como hasta ahora,
podríamos aprender a seguir siendo tú, mi esposa
y yo, tu compañero.


Blas Torillo.

Estoy



















Estoy contentísimo.
No me respondo por qué.
Es todo.
Nada más.

Blas Torillo.

Panoptismo











Ojos-mariposa,
es decir que todo lo ven,
en todo se posan.


Blas Torillo.

Olas y arena















Que mejor prueba de resistencia que la de la arena:
Resiste y resistirá por siglos los golpes de las más poderosas olas.

¡Que mejor ejemplo de perseverancia que el de las olas!

Blas Torillo.

Mosquito maldito
















Cómeme, maldito, pinche mosquito.
Aquí estoy en el paroxismo del "dar"
Cómeme maldito
¡Ah, pero no me piques... !
¡Cómeme si puedes!

Blas Torillo.

sábado, octubre 07, 2006

Casi la muerte




Es casi como la muerte.
Como si el planeta se cimbrara y la vida terminara.

Parece como si los cielos estuvieran de luto porque el azul es negro y las nubes son un cementerio.
Como si los ojos se cerraran para siempre, para siempre.

Parece que los soles tuviesen, de repente, frío y se congelaran, porque los huesos tiemblan y se resquebrajan.
Como si siempre hubiésemos no estado.

Parece que las estrellas se cayeran todas sobre nosotros, sobre nuestros ojos, en lágrimas, deseo de no desear.
Como si las nubes fuesen todas viento, nada fijo.

Parece que nuestro corazón se despedaza y nuestras mentes
y nuestro tiempo.
Como si el tiempo ya no fuese nuestro.

Parece que las horas se nos acaban con cada pestañeo, las horas y segundos de una mal habida felicidad y corta.
Como si las letras todas que hubiésemos leído fuesen letra muerta.

Parece que todo lo que sabemos del amor es falso y mentiroso y burdo y doloroso.
Como si el amor no fuese valedero.

Parece que cada y todo lo que vive ya estuviera muerto, porque nuestro corazón es eso lo que grita.
Como si nos hubiesen arrancado una y otra vez el alma.

Parece que nadie, como nadie, ha sufrido tanto como uno y que el dolor es todo nuestro y para siempre.
Como si el dolor fuese una playa donde toda la arena nos lastima.

Parece que somos los que ya morimos y volvemos a morir cada que morimos en las lágrimas.
Como si ya no fuésemos a ser capaces de vivir.
Parece que la vida no nos quiere más ya a su lado
y nos parece lo justo para ya no ver el dolor en el espejo.
Como si llorar no fuese suficiente y volvemos a llorar.

Parece casi como la muerte, como estar bien muertos o casi muertos y queremos volver a morir y pegarnos un tiro,
enterrarnos un cuchillo,
acabarnos las pastillas,
colgarnos de la cortina,
no cerrar la sangre de las venas,
dejarnos morir poco a poco,
pero rápido,
porque ya no aguantamos el dolor,
dolor que nos lastima,
que nos duele,
que nos mata,
que ya no nos deja vivir.

Casi todo cambia, nuestra historia cambia, nuestra mente, los recuerdos cambian y la vida.

Los proyectos cambian, los sueños y la noche cambian.

Casi todo cambia, los amigos cambian, el pasado y el presente cambian
y se nos deshace en las manos el corazón, porque el corazón cambia.

Casi todo cambia, porque nuestro amor cambió y nosotros con él
y él con nosotros cambia.

Es casi como la muerte el sentirse desolado, sin amor, sin él, sin ella.

Te comprendo,
es quizá que tú lo sabes más que nadie,
te comprendo...

Es casi como la muerte

Pero no es la muerte.




Blas Torillo.

Martillar




Martillar la pena,
hasta destrozarla.
Ser brusco,
mal educado con ella.
Amanecer destruyéndola violento.

Y cuando todo acabe,
enterrarla con todos
sus recuerdos nuestros.

Martillar hasta acabar con
los tímpanos
de aquellos
que osan
mencionarla.

Martillar fuerte, muy fuerte.
Que los oídos de todos
se vuelven a mirarnos
para ver que ya no estamos.

Destruirla a golpes de agua
de lágrimas
de llanto.

Martillar con nuestros ojos
esa pena
que los ha querido
destruir.
que ha querido verlos
derretirse.

Tener martillo en nuestras fuerzas
al golpearla.

O tener valor para decirle
¡Vete!

Blas Torillo

miércoles, octubre 04, 2006

Elegia





A veces me dan ganas de llorar,
Pero las suple el mar.

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José Gorostiza.
Omnibus de poesía mexicana.
Ed. Siglo XXI. 1982