lunes, octubre 23, 2006

Abed (Cuentos de la Guerra)








Este es el primero de cinco cuentos que publiqué cuando comenzó la guerra en Irak (la segunda).



Quiso ser policía desde pequeño. Los uniformes, la marcialidad, los héroes, las leyendas.

Ser policía en su ciudad era además la oportunidad de hacer que sus creencias fueran respetadas. Ya en la infancia era obvio que no se trataba nada más de cuidar el orden ese de no robar y de no matar, sino de lograr que la gente se acercara a Dios por gusto o por el reverente temor a lo divino… y al castigo humano.

Ser policía en Bagdad era la inmejorable oportunidad también de mejorar su condición de pobres. Muy pobres. Su padre, comerciante de granos en el mercado de las afueras de la ciudad, trabajaba mucho desde el amanecer. Antes aun de la oración de las cinco preparaba sus cosas y separaba el dinero: la mitad para los gastos de la casa y la familia y la mitad para comprar granos a Mohamed, el mayorista. Pero no había cantidad que alcanzara aunque él, su madre y sus cuatro hermanos menores comieran poco y vistieran de viejo.

Sus cuatro hermanos, de los cuales Tarek, el más pequeño era el que más lo seguía e imitaba.

Su madre tenía nombre de princesa de cuento: Sherezada. Pero ella no contaba cuentos para salvar la vida cada noche, sino que a escondidas de su padre, aprendía a leer y a escribir y, por unos centavos, cosía y reparaba ropa ajena. Esto, de haberse sabido, habría causado el repudio del padre por razones que no tiene caso contar.

La fortuna y el trabajo de sus padres sin embargo, permitió que al menos Abed pudiera ir a la escuela donde aprendía los secretos de la lengua, del estado y de la religión. Además desde luego, de dejarle soñar con su uniforme y su rifle y de cómo iba a ser el más celoso guardián del orden urbano y de las almas.

Abed creció con sueños y penurias, como cualquier niño-joven pobre de ciudad. De cualquier ciudad del mundo.

A los 14 pidió por primera vez que lo dejaran ser policía, pero no lo aceptaron más por falta de influencias o de dinero para repartir que por la edad. Los 14 eran signo de hombría, pero no le daban la capacidad de corromper –aún más-, unas cuantas manos que le dejaran contratarse al servicio del Estado, y por supuesto, de Sadam, el Único.

Como desde los 10, en que aprendió a leer y a escribir además de la aritmética elemental, después del rechazo continuó trabajando con su padre, levantándose un poco antes de la oración matinal que saluda a Alá con el nacimiento del sol, acarreando sacos del almacén de Mohamed al pequeño local en las afueras, justo antes del principio del camino que lleva al sur…

El Sur. Incluso cuando se acostaba después de cenar y charlar un poco con su madre y de jugar un poco también con sus hermanos, incluso entonces pensaba en el sur, porque allá estaba la otra posibilidad: o era policía en Bagdad o sería marino. Para alguien que jamás ha visto el mar, este era un sueño todavía más difícil de lograr, que el de enrolarse en la policía.

Podría haber sido soldado, pero eso sí lo atemorizaba. Había vivido recién unos meses antes de salirse de la escuela, los horrores de la Guerra Santa contra los americanos y le daba miedo ser soldado. Su padre también había peleado contra los iraníes infieles años antes y le contaba del miedo y del olor a pólvora y a sangre y a muerte y de las terribles visiones de niños y jóvenes cayendo a su lado, muertos o heridos y de la insufrible culpa por no haber muerto como y con sus compañeros de batalla.

Ser soldado era la seguridad de matar y ser matado sin saber bien a bien por qué, porque no todas eran Guerras Santas –Jihad-, y por eso no todas garantizaban un lugar en el cielo.

Era mejor ser policía o marino. Y puestos a escoger, pues lo primero era más fácil: sólo había que cumplir la edad de volverse hombre y embarrar unas cuantas manos de burócratas pobres como todos, pero con algunos pequeños privilegios, como el de decidir quién y quién no podía ser policía.

Así que juntó dinero y un día antes de cumplir quince se presentó de nuevo, con el nombre de alguien importante que le había dado Mohamed, el mayorista, anotado en un papel, y finalmente lo aceptaron, después de los breves exámenes físicos y sobre la ley, y el extenso interrogatorio sobre El Corán y el Estado Irakí. Logró ser policía a los 15 más tres días, y desde entonces se dedicó en cuerpo y alma a su nuevo trabajo. Y no era un mal policía igual que no era un mal hombre.

Abed, el de los barrios sureños de Bagdad, era un joven devoto y cumplía sus obligaciones religiosas con más empeño que las familiares. Sin dejar de cooperar en las labores de la casa y en la manutención de sus hermanos, se integró a un pequeño grupo de estudiosos de las Sagradas Escrituras y ponía en práctica todo lo que aprendía, tanto en su trabajo, como en su casa. De este modo, sin ser un experto, comprendía bastante mejor que cualquiera de su familia o de sus amigos del barrio lo que Alá dice a través de su Profeta Mahoma.

Reservado y práctico, Abed sentía un gran amor por la vida, y sin apasionarse de más, buscaba que sus semejantes vivieran de acuerdo a las leyes divinas y humanas. Eso era lo que decía que debía ser un buen policía. Y él lo era: lo mismo le llamaba la atención a un adolescente rijoso, que atrapaba a un delincuente y lo llevaba frente a la justicia, ayudado de su compañero de turno y su mejor amigo.

Mehmed, con un nombre público árabe, tenía en secreto un nombre cristiano –Pedro-, por la importante influencia de su abuela paterna, quien vivió unos años en Filipinas y coqueteó con los católicos de allá, especialmente con uno. De esa relación nació el padre de Mehmed. Toda esta historia sería imposible de saber si uno no fuera el mejor amigo del depositario de tan peligroso secreto.

Abed y Mehmed construyeron al amparo del trabajo en la policía, una amistad que les alimentaba el mutuo convencimiento de poder colaborar con Sadam, el Más Grande, a construir un mejor Irak. Casi en el anonimato, los dos comprendían bien que el embargo y el bloqueo que sufrían por parte de los ingleses y los americanos, no iba a terminar jamás o al menos no hasta que los enemigos del pueblo se hicieran con el control del petróleo.

Así que había que vivir con eso y dentro de esa circunstancia, hacer todo lo posible para que la gente viviera mejor y de acuerdo con El Libro.

Un día se enteraron que los americanos habían vuelto a poner los ojos en ellos, con ese odio que Abed nunca comprendió. Habían vuelto a mirar a Irak como botín o como destino frustrado de una guerra perdida doce años antes, cuando Abed era un niño de 10 y Mehmed un jovencito de doce.

Supo Abed que los americanos querían ahora también el agua e imponer un gobierno leal a ellos, en lugar del de Sadam, el Victorioso. Un gobierno que fuera modelo para los demás países de la región y del mundo, según el gobierno de los americanos. Del mismo modo que lo había sido el de Irán en los tiempos del Sha, o como ahora querían serlo los de Turquía o de Kuwait.

Supo Abed que otra vez habría guerra –aunque comprendió de pronto que nunca había terminado la anterior-, y que toda su vida no había sido más que un sueño a medias, porque ser policía no es lo mismo si se está en guerra.

Lo que Abed no supo nunca fue si algún día se casaría y tendría tantos hijos como Alá decidiera para él; o si su madre extrañaría cada día más a su padre muerto hace dos años; o si sus hermanos aprenderían por fin a leer y a escribir; o si Mohamed, el mayorista, dejaría de ser el usurero de siempre o se arrepentiría ahora que casi ya no vendía y estaba viejo, cansado y solo.

No pudo saber si Mehmed cumpliría su propio sueño de viajar algún día a Roma, para conocer la tumba del dador de su nombre prohibido, además de ir a la Meca, como buen musulmán. No pudo saber si Sadam, el Invencible, derrotaría por fin a los americanos en esta nueva-antigua guerra y si Irak podría ser libre al fin.

No pudo saberlo porque la noche del 21 de marzo de 2003, hacía guardia en el edificio de la policía en Bagdad, deseando con todo el corazón ser policía sin volverse soldado, y muerto de miedo por las bombas que se oían cada vez más cerca y muerto de rabia por no poder hacer más que refugiarse donde se podía y sintiendo sólo un poco de alegría y serenidad porque Mehmed había enfermado y no pudo ir a trabajar ese día, y porque a Tarek no lo habían aceptado en este trabajo por no tener al menos 15 años, la edad en que Abed, el policía, había empezado a serlo.

Blas Torillo.

1 comentario:

Cristina Fornés dijo...

"De donde has sacado tú,
soldado que te odio yo.
Si somos la misma cosa
yo, tú."
Así dice una antigua canción popular que se cantaba por mis pagos. Pero los macro intereses multinacionales no entienden de canciones ni de poesía. Tu amiga Cristina.