miércoles, noviembre 01, 2006

Charlie (Cuentos de la guerra)


Segundo, de 5 cuentos sobre la Guerra de Irak.


Eres bueno para tirar con esa pistola, hijo.

Eso dijo su padre el día que fueron a cazar, como regalo de diez años, y no lograron más pieza que un maravilloso día en compañía uno del otro, y la oportunidad, antes de que cayera el sol, de hacer unos tiros a un blanco inmóvil a unas 100 yardas.

Charlie… Charles, era también el nombre de su padre, quien le había puesto el mismo nombre a pesar de las burlas de sus amigos, porque en la Guerra de Vietnam de la que era veterano, a los norvietnamitas les decían así: charlies. Pero a él no le importaban los amigos de su padre, siempre que éste tuviera tanto tiempo para darle y compartir.

Cuando nació, a mediados de los años 70, la guerra había terminado, su padre se dedicaba a hacer trabajos manuales y a cobrar la pensión militar y su madre, Sandy, procuraba rodearlo de un mundo sin violencia, objetivo difícil si se vive en el país que ha participado en más guerras, solo o en coaliciones, en los últimos 50 años.

Para Charlie, hijo único y un idealista de atar, solitario desde el suicidio de su padre poco después de que cumplió doce años, ser estadounidense era lo mejor que le podía pasar a alguien: Uno de los más altos niveles de vida del mundo –al menos en la parte de Estados Unidos que le tocó vivir-, con acceso a las mejores escuelas, hospitales, parques de diversiones, cines y salas de videojuegos, viviendo en un barrio sin pandillas de negros o de latinos o de chinos, en el norte de California, a unas horas de las estrellas de Hollywood, y muy cerca de la más cosmopolita ciudad del mundo: San Francisco, a pesar de lo que dijeran los neoyorquinos.

Sí. Eso era lo mejor que le podía ocurrir a alguien. Al menos a alguien como Charlie.

La escuela elemental y secundaria pasó sin pena ni gloria. Estudiante mediano, que no mediocre; deportista nato, aunque con ciertas excentricidades como preferir jugar tenis de mesa que fútbol; sin mucho interés por las chicas, excepto Winnie, un año menor que él, pero enamorada de otro; prefería las clases de matemáticas que eran especialmente atractivas para él y de vez en cuando la clase de historia de los Estados Unidos. Negado para la literatura o para la biología, decidió aplicar para una escuela técnica, de donde le surgió la idea de volverse ingeniero en sistemas.

La cibernética en esos días era una curiosidad científica, más que una herramienta de trabajo general, pero a él no le importaba. Había decidido ser ingeniero y probar suerte en el área de computadoras. Pero desde la muerte de su padre, la vida no era la misma. Además su madre invirtió mal algunos ahorros y su economía familiar estaba de capa caída. Así que quedaba sólo una opción: ser ingeniero militar y de allí, ver si podía brincar al área de las computadoras.

“Enrólate -decían los anuncios del ejército y de la marina-. Vivirás experiencias de verdad y tendrás la oportunidad de trabajar y pelear por tu país y por la libertad”.

Pero no decían nada ni del trabajo con computadoras ni, sobre todo, de la difícil vida de un veterano de guerra. Él lo sabía porque muchas veces había escuchado a su padre platicar, bajo los efectos del alcohol, las tristes y cruentas historias de cuando estuvo en los campos de batalla en Vietnam. Además, se trataba de una guerra que los Estados Unidos habían perdido, aunque entonces nadie quería recordar eso. Y menos ahora que estaba tan fresco el fracaso de la Tormenta del desierto, en que no habían podido ni derrocar ni matar a Sadam Hussein, antiguo aliado de los americanos en la guerra contra Irán, pero ahora terrorista de estado y enemigo declarado del país y de su pueblo.

Aunque no quedaba nada claro, estudiar en el ejército era la única opción que le quedaba, porque ya no tenían más dinero y era trabajar en cualquier cosa o ser militar. Sus sueños fueron los que decidieron.

Optó por el ejército porque había una unidad muy cerca de su casa y, en cambio, la marina tenía su sede más próxima con posibilidades de estudiar algo relacionado con la cibernética, en San Diego. Muy al sur. Tanto que era casi México y allí habría más latinos que los que podía soportar.

Y no es que fuera racista, pero si no sabía cómo comportarse con alguien de su tipo, menos con personas que no tenían el mismo origen o la misma cultura o que no comprendían que él era ligeramente superior por haber nacido aquí, de padres que nacieron aquí, de abuelos que no eran inmigrantes… es decir, un poquito mejor. Cosa de la que él no tenía la más mínima culpa.

Así que entró al ejército y comprendió un poco mejor a su padre, que hablaba no sólo con emoción de sus días allí, sino con respeto y orgullo. Estar en el ejército era difícil, sí, pero nada que no pudiera soportar. Algunos de sus superiores eran incluso más considerados que el coach del equipo de fútbol o que la maestra de música de la secundaria.

Estar más de cinco años allí le pareció una eternidad, pero no se veía trabajando en otra cosa, viviendo en otra parte, haciendo algo distinto. Así que se quedó. Siguió ascendiendo en el escalafón militar y de pronto se dio cuenta de que tenía privilegios que su padre ni siquiera soñó, en parte porque nunca pasó de ser sargento y en parte porque ahora la situación del ejército era inmejorable. Más protectora de los suyos que en tiempos del presidente Reagan, lo que ya es mucho decir.

Los militares de alto rango habían pasado de los campos de batalla al campo de la guerra de los negocios y de allí a las altas esferas del gobierno. El presidente Bush Jr., era incluso mejor que el padre. Y lo mejor es que comenzó a prometer que llevaría al país a lugares insospechados de liderazgo y conducción del mundo. No era sólo la idea de mantener una economía estable, como con la presidencia anterior, sino de volverse el faro de la humanidad.

Justo cuando mejor le iba en su carrera, siendo un ingeniero destacado y joven, experto militar en sistemas, ocurrieron los lamentables, inexplicables y mortales acontecimientos del 11 de septiembre de 2001. Y entonces sintió que de algún modo alguien tendría que pagar por ello. Nadie supo entonces que el enemigo pasaría de un nombre a otro y a otro, hasta sumar muchos: Todos los que no estén del lado de los Estados Unidos, estarán en su contra, dijo el presidente Bush.

Así que cualquiera podía ser el enemigo. Desde Osama Bin Laden, hasta el más insignificante soldado de algún país perdido en el mapa, cuyo gobierno no se hubiera manifestado abierta, pública y decididamente del lado de los americanos.

Después del fracaso, otro, en la búsqueda, captura y juicio, si quedaba vivo, de Bin Laden, el presidente encontró evidencia de que detrás de todo esto estaba –también- Sadam Hussein, el dictador iraquí, que había sido capaz de matar a su propio pueblo, cosa reprobable y que justificaba también incluirlo en la lista de los enemigos.

Pero sobre todo, si era verdad que había estado detrás de los atentados de Nueva York, se justificaba desde luego la presión y urgencia con que el gobierno buscaba que la ONU le autorizara atacar a Irak. Los ingleses se colocaron de nuestro lado desde el principio y también, un poco sorpresivamente, España y un puñado de países, pero había una fuerte resistencia del lado de otras potencias nucleares. No es cualquier cosa que Francia, Rusia y China te digan que no puedes hacer algo.

Incluso aliados históricos o económicos, estaban dejándonos de lado. Pero nuestro gobierno fue cada vez más congruente, y exigió que derrocáramos al régimen del dictador. Si no se podía acompañados, lo haríamos solos.

La guerra, esta guerra, promete ser la venganza del 11 de septiembre, de la derrota de Vietnam y de la derrota de La tormenta del desierto… No queda más que hacerla para resarcir un poco las heridas, pero sobre todo para realmente poder implantar la democracia auténtica en el mundo, y no simulaciones o caricaturas de democracia.

Así que vamos a participar. ¡Vamos a ganar, Vamos quitar a Hussein! Charlie se embarcó con entusiasmo en esta aventura. Diez años en el ejército no le habían dado la oportunidad de demostrarle a la memoria de su padre que él también podía ser un estadounidense valiente y útil a su país. Servir a los Estados Unidos es mejor y tiene más impacto si se hace en el frente de batalla y no nada más desde un escritorio, frente a la pantalla de una computadora.

Vamos a ganar, dijo el presidente Bush y Charlie lo creyó. Así que cuando llegó con su destacamento a Kuwait, donde se estableció su unidad para partir de allí hacia Bagdad, lo hizo con entusiasmo, casi con alegría. La guerra sería rápida y regresaría a casa como un héroe. Sandy, su madre, estaría orgullosa y quizá hasta se decidiera por fin a pedirle a Karen, teniente en otra división, que se casara con él.

Los preparativos duraron hasta que las negociaciones en la ONU terminaron. Cuando el presidente dijo que no presentaría una nueva propuesta de resolución sobre Irak en las Naciones Unidas, entendió, con todos sus compañeros que la guerra empezaría pronto. Estaba realmente emocionado. Quería ya salir a pelear, porque la espera de casi dos meses, entrenando en el desierto, sin saber siquiera con seguridad si habría guerra, solamente habían inyectado en él y en todos los demás, esa adrenalina de efectos lentos pero efectivos, que invita ya a pelear.

Hasta que llegó el día. Charlie estaba asignado a un helicóptero de combate que sería de los primeros en partir al frente… estaba a cargo de las telecomunicaciones del aparato y se hacía ilusiones de ser el primer soldado que gritara haber visto al enemigo o el primero que descendiera en el centro de Bagdad, luego que las fuerzas en tierra hubieran tomado la ciudad.
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“Eres bueno para tirar con esa pistola, hijo -le dijo su padre casi dos décadas antes. Quizá puedas dedicarte a cazar en tus tiempos libres y salgas con tu hijo en el futuro y repitas este día fantástico, sin atrapar siquiera un conejo. Pero no te vuelvas soldado. No porque serlo sea una vergüenza, sino porque lo único que conoces del futuro es que morirás antes de tiempo”.

Cuando su padre se suicidó, creyó comprender el sentido de esas palabras, pero se dio cuenta de lo que en realidad querían decir, cuando su helicóptero empezó a caer, sin haber hecho un solo disparo contra el enemigo, en lo que después se calificaría de lamentable accidente. Cuando se dio cuenta de que se reencontraría con su padre y con sus palabras, antes de tiempo. Cuando supo que su madre tendría que verlos reunidos otra vez, a su padre y a él, en el cementerio militar, lamentando el mundo violento que quiso evitarle, y que la privó de su familia antes de tiempo.

Sólo comprendió a su padre, unos segundos antes de morir.

Blas Torillo Medrano.
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Los hechos:

La Jornada. 21 de marzo de 2003. Robert Fisk, enviado del diario The independent.

En Bagdad arden edificios, pero la elite gubernamental dice que no pasa nada

Ve la fuente original aquí.

"... El escenario: la villa anexa al Ministerio de Información, en la ribera del río Tigris, presidida por un retrato enmarcado de Saddam Hussein. La hora: poco después de la una de la tarde, mientras las televisiones vía satélite del mundo anunciaban la inminente captura del puerto de Umm Quasr por infantes de Marina estadunidenses, la caída accidental de un helicóptero estadunidense con pérdida de 12 vidas, y mostraban imágenes de hombres vestidos con uniformes iraquíes rindiéndose a tropas británicas."

2 comentarios:

Blas Torillo Photography dijo...

Hola... no entendí esto de "não fosse curta"

Pero lo demás, si lo entendí.

¿Ya leíste el primero de los cuentos?

Se llama Abed y está abajo...

Salu2

Blas Torillo Photography dijo...

Ya entendí!...

Como si la vida no fuese corta, todavía perdermos el tiempo en matar.

Qué razón tienes Bau!